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Pongamos que hablo de París

Aún no me creo, cuando escribo esto, que hayan pasado casi cinco años desde el día en que me fui.

Casi cinco, si me salen bien las cuentas, por tres países, dos becas, y un trabajo.

Mi nombre es Jorge. Nací en Madrid, en enero de mil novecientos noventa y uno, y esta es la breve historia de por qué, de cómo, y de qué tal, a los veintisiete años, estoy viviendo en París.

Pirámide del Louvre, París, Francia – http://wallpaperscraft.com/download/paris_france_louvre_59233/1920×1080

La verdad es que mis primeros años universitarios en Madrid transcurrieron con muy pocos sobresaltos. Una línea recta, se podría decir, hasta que llegué a cuarto de carrera.

Había empezado a estudiar Ingeniería de Caminos en dos mil nueve, con poca o ninguna idea de los intercambios internacionales que nos ofrecerían a lo largo de los seis años que duraba la carrera, pero una vez en cuarto, como muchos compañeros, me puse a buscar algo divertido para el curso siguiente.

Un Erasmus, se suponía, para cambiar de aires, para viajar y para renovar las intenciones antes de cruzar ese último puente hacia la vida laboral.

Bueno pues este fue el momento, día arriba día abajo, en el que se formó la Gozadera.

Porque escogí un programa de dos años, con el que terminaría la carrera en París, pero que se convirtieron en tres poco después del primer día de curso, cuando descubrí que, entre medias, la universidad nos proponía muy seriamente hacer un año entero de prácticas.

Esto puede sonar un poco raro cuando lo escucha alguien por primera vez, pero es así. Lo de hacer prácticas, siendo aún estudiante, en Francia, no solo es normal, sino que es obligatorio.

Tan obligatorio, de hecho, que no se hacen solo unas.

A mí, esa primera experiencia se me pasó volando. Como si fuera un momento, solo, de trece meses, en el segundo país de este viaje –Perú-, trabajando en un ambiente del que poco conocía antes, viajando muchísimo, y rodeado de gente con la que todavía guardo el contacto.

Plaza de Armas, Lima, Perú – 2015 (foto propia)

Pero como lo bueno, si es breve, es dos veces bueno, cuando me quise dar cuenta estaba ya de vuelta en París. Y aquí, por así decirlo, hay otro pequeño matiz, porque el proyecto de fin de carrera, que se hace durante el último año, resultó ser en realidad un semestre entero de prácticas.

Y éstas, en muchos casos, se convierten después en una oferta de trabajo.

Como me pasó a mí.

Yo no era muy consciente de todo esto cuando lo decidí, o no le daba mucha importancia, pero luego todo pasa muy rápido.

A principios de dos mil diecisiete, cuando llevaba poco menos de un año en el equipo, me pusieron encima de la mesa la oportunidad de mudarme unos meses a Colombia. Otra ventaja de ser español, por cierto, es que hablar nuestro idioma, que está muy bien cotizado, no es la regla general al norte de los Pirineos.

Y así me lo dijeron. Que si me quería ir. Que si cuándo. Que si cuánto tiempo. Y lo primero que pensé fue que qué pintaba yo tan lejos, otra vez. Qué para qué insistir. Lo segundo que pensé fue que poco era lo que conocía de Colombia y, lo tercero, que serían solo unos meses y que, de todas formas, ya que estoy fuera por qué no aprovechar.

Tercer país. Ora vez cambiar de casa. Otra vez alejarme. Otra vez la Gozadera.

Al final, esos pocos meses se convirtieron en siete, con verano y vacaciones de por medio. Y yo me los traje de vuelta a París con un buen paquete de experiencias divertidísimas (¡gracias, Carlos, Manu, por cierto, por todos esos viajes y por los cafés!).

Plaza Mayor, Villa de Leyva, Colombia – 2017 (foto propia)

El caso es que esto, en otras circunstancias, me lo podría haber perdido.

Pero no me malinterpretéis, no estoy diciendo que pasar una temporada a ocho mil kilómetros de casa sea la solución para todos los problemas, porque, de hecho, no creo que lo sea. Al menos, no para todos. Todo depende de cada uno, de la etapa en la que nos encontremos. De la disponibilidad personal y de las ganas que tengamos.

Lo que sí que digo es que moverse tiene muchos puntos positivos.

Como cambiar de ambiente, por ejemplo. Salir de la rutina y de la misma oficina. Viajar. Hablar otros idiomas.

Pero, sobre todo, conocer gente. Gente que, al fin y al cabo, vive con las mismas inquietudes de futuro que todos compartimos. Que se despierta con las mismas dudas. Gente que también vive fuera y que no sabe cuándo se vuelve.

Creo que esta parte es la más importante de todas nuestras experiencias. Creo que es, al final, lo que nos queda en el recuerdo.

A principios de este año, la noche del cinco de enero, nos reunimos unos quince españoles que vivimos en París para compartir un roscón de Reyes como estoy seguro que hacen muchos españoles que viven fuera (aquí, en Francia, esas fechas no son festivas y es por tanto muy común estar ya de vuelta en el trabajo).

Bueno, lo que se dice roscón, roscón, como nosotros lo entendemos, no era, porque es muy difícil de encontrar, para qué os voy a engañar. Pero sí que hay buen chocolate y la idea es la misma.

La tradición, la gente, la compañía. Compartir esos momentos.

Lo que quiero decir es que es imposible, a mi parecer, sobrevivir tantos años en el extranjero sin rodearte de ese tipo de gente.

Sin conocernos. Sin ayudarnos. Sin sacarnos de casa.

No help. No party.

Y yo en esto he tenido siempre mucha suerte.

Campos de Marte, París, Francia – 2018 (foto propia)

Tampoco quiero decir que todo sea perfecto, viviendo fuera, porque no es verdad. A mí, hay muchas cosas que no me gustan de vivir en París. Una de ellas es que no hay roscón, claro, pero, siendo más serios, creo que las puedo resumir en estos tres precisos argumentos:

  1. Que mis amigos, a los que más conozco, no viven aquí;
  2. Que mi familia no vive aquí;
  3. Que París, por muy bueno que esté el chocolate, no es Madrid, y que nunca lo va a ser.

Estoy seguro, además, de que estos tres argumentos son los lazos que nos unen a todos lo que vivimos fuera. Yo no he conocido a nadie, pero, de verdad, a nadie, que por muy contento que esté en el extranjero, incluso con el trabajo idóneo y una vida familiar establecida, no eche de menos a sus amigos, a su familia y a su ciudad.

Aunque solo sea un poco.

Y esto es, por lo que he podido comprobar, una característica muy típica de nosotros españoles y creo que habla muy bien de cómo somos. De nuestra personalidad.

Pero también creo que, hoy en día, tenemos una ventaja abismal con respecto a las generaciones anteriores: la tecnología, los mensajes, los vídeos, los mil kilómetros que se vuelan en unas horas. Todo esto no lo tenían nuestros abuelos ni tampoco nuestros padres y, al fin y al cabo, el día a día es mucho más fácil estando a solo dos clicks de volver a casa para pegarse un homenaje.

Y, además, vivir en el extranjero es una fuente de experiencias inagotable. Se aprende muchísimo.

A vivir solo, por ejemplo. Pero solo, solo de verdad. Nada de comidas de domingo con toda la familia. A comer a la hora del aperitivo, porque si no c’est fini. A tener que ahorrar para comprar aceite. A viajar, porque ya estás fuera. A ser paciente. A bailar lo que te pongan y a que el roscón es lo de menos. A que las tradiciones son inquebrantables.

Edith Piaf cantaba eso de que no se arrepentía de nada, ni de lo bueno, ni de lo malo. Yo digo que empecemos primero con lo bueno. Aquí, o donde sea. Y que luego ya habrá tiempo para todo lo demás.

Jorge Minaya Osorio

Jorge Minaya es Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos por la Universidad Politécnica de Madrid. Actualmente trabaja como Project Manager en VINCI Concessions, Francia.

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