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Silsoe experience

Después de 25 años sin haber puesto los pies en un avión, quien me hubiera dicho a mí, que mi vida se reduciría a viajar. No sé si viajaba mucho o si era un largo viaje, al final es difícil de descifrar.

Pero empecemos por el principio.

Yo, una estudiante ejemplar, que gracias a mis buenas notas había visitado casi gratis dos veranos Francia, de repente me vi atrapada por la ingeniería civil.

Pero porqué, si yo solo buscaba la vía fácil. Como niña aplicada, escuché todos los discursos de las universidades, e igual que en el pasado había sacrificado la literatura por la física con el fin de no pasar las calamidades que le tocaron a mi madre por no tener una educación superior, ahora sacrificaría el medio ambiente para ser ingeniera civil. Como todos los rectores decían, la única carrera con cero paro.

Así que, cuando acabé la selectividad lo tenía claro. Y por ese afán de superación y determinación aguanté siete veranos sin vacaciones, una media de doce horas de clase diarias, con espacio para trabajos temporales y cursillos varios, todo con el fin de poderme ir de Erasmus a Inglaterra. Y de nuevo el autosacrificio. A mí siempre me había gustado el francés que, por no estar de moda en España, sólo podía estudiar como segunda opción en el instituto, aunque gracias al ministerio y el IVAJ, inicialmente, y a la Escuela Oficial más tarde, pude perfeccionar y mejorar; no obstante, el inglés tenía más salidas así que iría de viaje a Inglaterra.

En el 2005 convencí al representante de Cranfield university de que yo era la candidata ejemplar para hacer un máster. La única condición de Simon fue que no podría trabajar, perfecto porque la verdad es que ya había dado suficientes clases para no depender de nadie desde los 18 años. Así que solo era el sprint final.

Después de muchos suplicios y un verano pluriempleada tenía las maletas preparadas y el bolsillo lleno para ir a Silsoe.

Tomé un taxi con mi madre camino al aeropuerto de Valencia. Ya en la cola del checking se olía aire a libertad, allí ejecutivos de éxito (o viejas glorias como yo pensé) te preguntaban si ibas de Erasmus y aprovechaban para contarte batallitas de cuando fueron ellos representando a la España de los 80.

En fin, entre lloros y sonrisas pasé la puerta de embarque cargada como una mula, con botellas de aceite de oliva y otras especialidades que sabía no encontraría en Inglaterra.

Nada más pasar conocí un exótico sueco que volaba de Alicante a Londres, casi tan cargado como yo, aunque en lugar de gastronomía cargaba alta tecnología, quien sabe si algún día lo rencontraré en un periódico, quizás como inventor o como terrorista (a mí siempre me han atraído esos rubios perfectos frutos de la era tecnológica, que al final acaban aniquilando cientos de personas).

La cuestión es que con él volé y dormí en el aeropuerto de Stanted, como muchos otros para mi gran sorpresa.

Stanted, para los que no lo conozcan, es uno de los cuatro aeropuertos de Londres. Al día siguiente toco despedirse y tomar el bus rumbo a Silsoe.

Qué maravilla los autobuses de Londres, acostumbrada a chelvanas y otros servicios discrecionales que osaban subir montañas rumbo a Galicia o a los Pirineos, a costa de dejarte toda la espada dolorida, aquello parecía un tren.

Después de más de veinticuatro horas de viaje y de empujar maletas en un bus de línea, con la que más tarde compartiría cocina baño y media vida, llegábamos a Silsoe.

Allí nos esperaban el resto de estudiantes y nada más llegar a recepción, no había ni un minuto que perder. Pero primero había que dejar las maletas y por supuesto me había tocado la última casa.

Después de darme cuenta de que de nada había servido estudiar idiomas porque ya ni recordaba el número de veces que me habían preguntado si era francesa, como más tarde descubriría porque en la Inglaterra profunda por la que viajaba , los franceses tenían fama de hablar, peor inglés hasta que los españoles; por fin llegue a casa. Y que bien, me encontré con tres españoles. Que había hecho yo mal pensé, viajar tanto para compartir piso con españoles. De todas formas no había tiempo de pensar, diez minutos para ducharse y a la recepción.

Posiblemente hace pocos años podría haber narrado cada día, después de cinco años, que digo de ocho (creo que esto explica el trauma que sufrí al cumplir 30 años, pues yo estaba convencida de tener 27) se ha convertido en un puñado de anécdotas, si bien el resto de este libro será una anécdota si llego a leerlo de vieja.

Lo que sí recuerdo bien es el primer día de clase, el aula era enorme, alrededor de mil personas de todas las nacionalidades y una francesa nos contaba su experiencia de cooperación tras el tsunami.

Al final del camino(o posiblemente de la senda que lleva al mismo) volvía al medioambiente y a estudiar lo que realmente había querido, en un ambiente internacional con una confortable biblioteca y desde la última fila con mi cuaderno de notas apuntaba todas las nuevas palabras para que no se me escapara nada.

Clases de nueve a doce y de tres a cinco, había vuelto a la escuela, quizás el único lugar donde en toda mi vida me había dedicado a aprender, sin preocuparme de que pasaría mañana.

El tiempo pasaba entre clases y libros. Por fin pude recuperar ese hábito de leer para profundizar que yo creía significaba la universidad y que abandoné después de perder el primer año de carrera por un interés inusual en la ciencia de materiales, que por lo visto había sido tratada por cientos de autores en lenguas varias, pero que de nada me servía leer y analizar, si esto me quitaba el tiempo de estudiar mis otras doce asignaturas, más aburridas, pero con mayor carga ponderal. Además descubrí un gusto por la cocina y pude volver a correr sin perseguir un autobús para llegar a tiempo a la escuela oficial.

Ahora me doy cuenta de que había dejado pasar la historia a mi lado sin reaccionar, entre examen y examen vi caer las torres gemelas, arrasar una tierra desconocida por un tsunami, y tantas otras cosas en las que no pude pensar.

Silsoe significó además una introducción a la vida profesional, a cómo escribir un cv, adaptar una carta de presentación, buscar ofertas. Descubrí un mundo al alcance de los jóvenes, una vida profesional paralela a la carrera y me di cuenta que había invertido tanto tiempo en conseguir acabar esa carrera que me daría estabilidad, que casi llegaba tarde a lo más importante los planes de formación de las grandes empresas. Que engañados estábamos en España, por fin mi lucha por hacer algo más que estudiar ingeniería civil cobraba valor en un entorno universitario donde se valoraba la creatividad, diversidad y tantas otras cosas que en España se tachaban de inútiles.

También recuerdo que no fue fácil, yo era víctima de una educación en la que los profesores de inglés hacia ya veinte años que no ponían un pie en esa tierra lejana, donde se memorizaban listados de verbos y se enseñaba inglés en español y con solo un libro de gramática. No sabía pronunciar nada y seguir una educación superior aunque a nivel técnico fuera inferior a lo que estaba acostumbrada, costaba.

Cuantas veces habría vuelto a casa llorando después de entrevistarme con mi tutor de tesis sin sacar nada en claro. Aún recuerdo el día de mi cumpleaños, la discusión con mi tutor no se acababa y yo no sabía cómo decirle, muchas gracias pero hoy no es el mejor día porque es mi cumpleaños y lo único que me interesa es irme a casa a comer pastel con mis amigos. Fue la tarde más larga de mi vida, a las cinco todavía estaba sentada en ese despacho viendo como se acababa la escasa luz del día. Cuanta amargura me hubiera ahorrado aprendiendo antes a decir que no.

Cuando llegué a casa mi cara me delataba y entre una sonrisa amarga y a la vez una gran alegría, recibía mis primeras flores de esos españoles, que al cabo de tres meses se habían convertido un poco en mi familia.

Maria Jose Llatas

Maria Jose Llatas es Ingeniera Civil por la Universidad Politécnica de Valencia, Master of Business Administration por EDEM y Master of Leadership and Entrepreneurship en EDEM.

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