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A veces, las experiencias laborales llegan por golpes de suerte. A mí me llegó un día de finales de febrero del año pasado. Era delegado de estudiantes de Caminos en mi penúltimo año en la Universidad de Granada y entraba a Delegación. Compartimos desde un par de meses atrás nuestra sala con la asociación IAESTE, que se encarga de organizar prácticas para estudiantes de carreras técnicas alrededor del mundo, y ellos se encontraban reunidos repartiendo entre sus miembros las prácticas que habían conseguido. El presidente de la asociación, Adrián, me comenta: “Pablo, ¿tú no estabas estudiando árabe? Pues aquí tengo una práctica para West Bank. ¿Quieres cogerla?”. Así, de sopetón, yo no tenía ganas de ir ni a la vuelta de la esquina, así que seguí camino del ordenador. Cuando lo encendí, le espeté “A ver, pásame esa práctica. ¿Dónde está el West Bank ése?”.

West Bank era Cisjordania, la zona norte de Palestina. Al principio me recorrió la misma sensación de ilusión y curiosidad por trabajar que de incertidumbre por qué pasaría. Al principio y durante el verano que estuve por las calles de Nablus. Los meses que siguieron a aquel instante frente al ordenador fueron de una espera amarga, que pasaron del “¿Qué me esperará?” al “¿Falta mucho?”. Al menos, contaba con una gran ventaja aceptando una práctica con IAESTE: Te largas de España contratado con la empresa de marras y, salvo en contados casos, lo que viene en el papel es lo que acaba sucediendo. Pero no sabía eso aquella mañana. Abrí Facebook y lancé una pregunta a la espera de que Internet me respondiera: “Me acaban de ofrecer una práctica a Palestina. ¿La cojo o no?”. Mi tío Juanjo, la persona a la que esperaba más reacia a que me mezclara con Alá sabe quién, fue quien me soltó “Ponte el turbante y aprovecha”.

Quizá Palestina no sea el lugar más tranquilo de la Tierra, pero el encontronazo que me esperaba entre una sociedad islamizada y este yanqui en la corte del Rey Arturo, todavía está buscándome. Esa España de clase media, “moderna de pueblo” e individualista tiene mucho que recordar de la hospitalidad de antaño mirándose en sus vecinos del sur: Nunca olvidaré el día que, sin conocernos de nada, el dueño de una tienda de pasteles nos invitó, a mi colega Juan y a mí, a cenar con sus hombres, tan pronto levantaban el ayuno del Ramadán desde los minaretes, cuando fuimos a preguntar dónde comprar carne para cenar.

En efecto, la mayor fiesta del islam me pilló en medio de las prácticas: Del 9 de julio al 8 de agosto. Fui a trabajar en la construcción de una facultad de Derecho y un hospital para niños en el campus nuevo de la Universidad de An-Najah, gracias al empeño del doctor Riyad Awad en levantar IAESTE West Bank para, además de ofrecer una experiencia laboral, regalarnos “la experiencia palestina”. Ese fue un gran cambio que no me vino mal: Ya he dicho que, a veces, lo que viene en el papel de la práctica de IAESTE es en lo que trabajas. Yo iba a trabajar en un laboratorio para poner a prueba métodos de resistencia frente al sismo y acabé en la construcción de esos edificios. También he de excusar que el resto de mis compañeros que venían con IAESTE desde sus países trabajaron para lo que venían. Al menos, sólo fue necesario llevar esos folios en la mochila, pues no me pidieron otra documentación en toda la estancia.

El caso es que los primeros días fueron bastante entretenidos: Me mandaban con otros estudiantes en prácticas, chicos y chicas que estaban al acabar la carrera de Ingeniería Civil y que iban a comprobar que las obras seguían lo que decían los planos -¡Qué jefas de obra más competentes han salido de esa promoción!- y que, en los descansos, me invitaban a kebab o naqanaq y me preguntaban si era del Madrid o del Barcelona. Al llegar el Ramadán, la gente en prácticas se fue a disfrutar de sus vacaciones, yo me quedé con el equipo de ingenieros del lugar, que hablaban un árabe palestino del que no entendía ni media, y acabé por reciclarme y aprender a manejar algún que otro programa de estructuras o de diseño para ponerlo en práctica en la obra.

La situación una vez tocaba romper el ayuno era completamente distinta: Una ciudad que parecía un pueblo se convertía en la fiesta padre una hora después de que todo el mundo recuperara fuerzas en casa de los padres, de los abuelos, de los primos del padre, de las tías de la madre, de… El guirigay duró lo que duró el Ramadán, que fue buena publicidad turística de una ciudad que parecía muerta de noche cuando llegué… y que volvía a morir de noche cuando me fui.

Las mayores dificultades en Palestina -ni siquiera el idioma, con lo difícil que me resultó hacerme al árabe, porque hasta el crío más pequeño chapurreaba inglés-, las imponía Israel. La salida de Barajas fue un sinfín humillante de preguntas y cacheos y la llegada al aeropuerto de Tel Aviv, por culpa de los nervios que me hicieron balbucear en inglés como si no supiera, tuve alguna parada indiscreta antes de que me dieran mi permiso para pasar. Al tratarse de menos de tres meses, la propia seguridad portuaria te acaba cediendo una tarjeta minúscula que debes llevar contigo las 24 horas, que más vale prevenir que curar; en caso de más tiempo, sí recuerdo tener que pagar por establecerte ese extra, aunque todavía espero información tanto a las llamadas como al correo que envié a la embajada de Israel en Madrid.

Otra de las dificultades era la introducción de material: Israel tiene un convenio muy estricto por el que todo lo que entra y sale de Palestina viene de Israel y, lo que no, pasa por sus controles. Que llegara una grúa JASO retrasó, al menos por lo que sé, un mes algunos aspectos de la construcción de la facultad. La construcción de la ciudad de Rawabi, un oasis de hormigón construido desde cero (El medioambiente no es prioridad en un lugar que necesita burocracia hasta para construir pozos o cultivar alimentos), iba un poco más rápido por la influencia de Qatar o de los Emiratos -no recuerdo qué país financiaba la mitad de su construcción- y gracias.

A pesar de eso, trabajar en Palestina se hace más agradable por la filosofía palestina, que suele ser reposada pero constante, coordinada más que competitiva y, sobre todo, solidaria y muy sociable, donde el descanso a mitad de mañana, ya sea para tomarse un café cargado como una mula o un bocadillo de falafel, hummus y verduras dentro del pan árabe, es casi obligatorio.

Si tenéis más preguntas, me podéis buscar como Pablo Jones en LinkedIn  o, mientras no encuentro trabajo, corriendo arriba y abajo la Bahía de Cádiz en busca de invertir lo que he aprendido en mi tierra.

Delegación de Alumnos ETS Caminos Granada

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